Texto y Fotos: Rubén Suárez
A sus 5 años, mi sobrino había sido aficionado al futbol desde chiquito (sí, desde más pequeño todavía). Le gustaba ver partidos en la tele, acompañarnos a nuestros partidos los fines de semana y patear cuanta pelota se cruzara en su camino. Pero nunca había ido a ver un partido a un estadio. Así que le pedí a mi hermana que me lo prestara unas horas y un domingo en la mañana pasé por Diego y fuimos los dos solos. También era la primera vez que iba con él a algún lado, sin sus papás. Pero, en fin, ¿qué tan difícil podía ser?
Cabe aclarar una cosa: casi toda mi familia ha sido aficionada a los Pumas desde toda la vida, así que fue lo más natural para Diego adoptar la afición – y multiplicarla por mil, como sólo puede hacer un niño de 5 años. Como en el futbol pueden tensarse amistades y declararse guerras, siéntanse con la libertad de sustituir el nombre y los colores del equipo por el de su preferencia. Este es un tema universal y, sobre todo para los niños, las banderas no son lo importante, sino la afición y el sentimiento indescriptible de gritar “¡GOOOOL!” a todo pulmón.
Lo primero que llamó su atención es que los dos lleváramos la misma playera y exclamaba frases como: “¡Estamos vestidos igual!”, “¿Vamos a ir al estadio?”, “¿Contra quién jugamos?”… y por supuesto, no podía faltar el “¿Ya casi llegamos?”
Estacionamos el coche relativamente cerca del estadio. Para ese momento, empezaban las caras de asombro, al ver a la gente que caminaba hacia el mismo lugar que nosotros. Me decía: “¿Viste? ¡TODOS son de Pumas!”
Para los que no lo conozcan, el estadio de los Pumas, el Estadio Olímpico Universitario (o, simplemente, CU para los cuates), es uno de los más bonitos de México. Es enorme (tiene capacidad para 68 mil 954 espectadores) y fue la principal sede de los Juegos Olímpicos de 1968. Es donde, cada dos semanas, se reúnen miles de aficionados los domingos a medio día, bajo el rayo de un sol que nunca perdona, a disfrutar (o a sufrir, según sea el caso) de un partido de futbol de primera división.
Diego estaba maravillado por cada uno de los rituales del estadio: los revendedores (“¿Por qué dicen ‘Te sobran o te faltan’? ¿Qué, no tienen boleto?”), las casi obligadas tortas (o tacos de canasta o lo que sea) antes de entrar, las colas a la entrada del estadio, y hasta la revisión de seguridad (nunca había visto a nadie tan feliz porque lo revisara un policía). Después, como llegamos temprano, tuvimos tiempo de recorrer un poco el estacionamiento, para ir a participar en las actividades de los patrocinadores, como tratar de meter un gol en unos agujeros de una portería inflable. No lo logramos (tengo que admitir que él estuvo más cerca de lograrlo que yo), pero nos ganamos unos muy útiles aplaudidores inflables para hacer ruido.
Y ahora sí, ¡a entrar al estadio!
Es increíble la cara de fascinación de alguien de 5 años cuando ve tanta gente en el mismo lugar por primera vez. ¡Y todos estaban ahí para ver el partido! No estaba lleno, pero aún así el aire vibraba con las porras (“¡GOOOYA! ¡GOOOOYA…”!) y el ambiente de celebración. Nos instalamos en nuestros lugares, pedimos nuestros refrescos… y unos cueritos con chile y limón… y unos chicharrones… y una nieve de limón… y prácticamente todo lo que le ofrecían. Después, el himno. Ver a todo el estadio de pie, cantando el Himno Universitario con el puño derecho al aire es de lo más emotivo. Y, finalmente, el partido.
La verdad, no recuerdo el resultado. Ni siquiera me acuerdo quién ganó. Lo que siempre tendré en la memoria es ver cómo las emociones y los recuerdos se iban grabando poco a poco en esa cabecita sentada junto a mí, casi sin parpadear, y con una sonrisa de ensueño.
Después de esa vez, hemos ido en más ocasiones, llevando también a Fer (la hermana de Diego) y hasta a sus papás. A mi hija la llevamos por primera vez a los seis meses de edad, y la sigo llevando, a sus dos años y medio. No tan frecuentemente como me gustaría, pero un par de veces al año. Es más, hace poco la llevamos al estadio de Toluca, y también le encantó. Ahora, es ella la que le dice a un primo mío: “Tío, ¿me llevas al estadio a vel el gol?”
Sobra decir que llevar a los niños al estadio a ver un partido de futbol es algo que recomiendo ampliamente. ¿A cualquier estadio? ¿Y a cualquier juego? No. Como en todo espectáculo, hay que saber cuándo es el momento correcto. Hablando de futbol mexicano, prácticamente a los únicos partidos a los que recomiendo no llevarlos (no porque pase algo, pero hablando de niños pequeños y bebés nunca está de más ser precavido) es a los clásicos, a esos partidos que inflaman más a las tribunas y a las porras: América-Chivas, América-Pumas, Tigres-Monterrey.
Algunas recomendaciones:
- Averigüen cómo va a estar el clima y vayan preparados. Nunca olviden el bloqueador.
- Las gorras y sombreros son muy recomendables, tanto para el sol como para la lluvia… y para la lluvia de cerveza, cuando anotan un gol.
- Impermeables, sí. Paraguas, no.
- Pueden ingresar con leche, mamilas, toallitas, agua, pañales y etcéteras, siempre que vayan todas juntas en una pañalera o maleta pequeña – y que sea evidente que son para el bebé.
- No lleven envases de vidrio.
- Si llevan medicinas, que sea en una bolsita de plástico para que la puedan revisar fácilmente en la entrada.
- Vayan cómodos y procuren no llevar cosas de más. Sean prácticos y piensen que van a caminar bastante.
- No es buena idea llevar carriola. Hay demasiadas escaleras y estorbaría demasiado.
- Lleguen temprano y compren los boletos en taquilla. Como no van a ir a los partidos más demandados (los que mencioné arriba), es fácil encontrar boletos disponibles.
- No se estresen demasiado y disfrútenlo.
*Sobre el autor: Aunque tiene más proyectos que tiempo, Rubén se las arregla para buscar uno nuevo cada día. Le encantan los tacos, los conciertos y a veces lo tachan de ñoño. Lo pueden encontrar en Twitter como @mr_ruben.